Parece que fue ayer cuando me despertaba en la cama de mis abuelos,
acurrucada entre ellos,
y esperaba sentada en la silla de mimbre a que me trajeran un vaso de leche y tostadas con mantequilla.
Me acuerdo que cuando andábamos,
llegábamos a la Mina de La Tortilla y al volver no nos sentíamos cansados.
Que había algunas hierbas del camino que al morderlas te explotaba el sabor a menta en la boca.
Recuerdo que cuando su vista estaba fija en ningún sitio y cantábamos villancicos,
ella cantaba igual,
haciendo bailar sus ojos por toda la sala.
Como si la navidad hubiera traído su espíritu de vuelta y nos lo regalara sin envolver.
Me hacen sonreír las veces que nos repetía los Te Quiero por temor a olvidarlos,
pensando que quizá así todo se solucionase y que ciertas cosas con un final,
nunca llegarían a suceder.
Aun me duele la primera vez que no me llamó por mi nombre
y yo simplemente le sonreí con complicidad,
como si no pasara nada y solo hubiera sido un pequeño error sin importancia,
la verdad fue que me rompí un poquito por dentro.
Mi abuela era de esas que aguantaba despierta hasta el final de la fiesta,
que aunque su hora de descansar se convirtiera en nuestra cena,
pensábamos en ella al brindar y comernos las uvas.
Me enseñó a hacer buñuelos y llevo esa receta con orgullo,
le tengo mucho cariño a esa masa de harina y bicarbonato,
me creo que es digna de restaurante y presumo de ella porque es algo que ella me dio,
de lo cual nunca me desprenderé.
Cuando las arrugas le cubrieron la piel, aun era suave,
imitando los lienzos sin pintar.
Cuando sus ojos se volvieron pequeñas líneas y no podíamos ver entre ellos,
me convencí de que, aunque no nos viese,
ella seguía sabiendo que estábamos allí.
Memoricé todas las fotos haciéndome creer que así podría ayudar en algo,
pero la verdad es que conforme más tiempo pasaba y yo más iba recordando,
menos iba recordando ella.
Pero mi abuela siguió ahí, con la mano sobre el regazo,
mirando la televisión.
Estaba ahí.
Y está.
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