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14 de junio de 2016


Tenemos que reconocer que en esto de ser felices no hemos sabido actuar. Hemos caído tantas veces que si te digo la verdad, no sé en que lugar podría doler a estas alturas. El cuerpo no se hace aunque lo leas en otros textos. 
Seguimos sufriendo como el primer día. Es como el amor, no te cansas, no sientes que te vayas a acostumbrar.
Lo que nos pasa es que no sabemos cuando dejará de doler, porque comparamos la sangre con la estabilidad. Y no me refiero a la emocional. Hablo de la serenidad del aburrimiento. La rutina.
No somos más fuertes ni más maduros por ello, somos más vulnerables en cierta medida.  Nos hacemos cobardes a nosotros mismos, esperando con ansia la próxima caída, el siguiente tropiezo. No lloramos, no porque no queramos, no por orgullosos. Hemos aprendido que eso no cambia las cosas. Te puedes desahogar, sí, pero sigue doliendo igual. 
Dejamos de escuchar canciones que nos entendieran hace mucho. Las hemos apartado y solo nos volcamos en un vaso con hielo y ginebra. Que aunque suene muy seco, es la pura verdad, es nuestra anestesia general.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Y donde está la felicidad?
En el fumar de un pitillo sin pensar, solo saborear?
En contemplar una ramita, movida por la brisa?
En un rojo amanecer sin leer?
En el abrazo de un pequeño, de un año?
En los ocupados bancos de una estación?
En los besos de juventud?
O quizás en el cantar de los pájaros del parque?
Quizás
Quizás esté en todos sitios a la vez.


Tu reflexión es magnifica, enhorabuena.