Recuerdo que el pasillo era largo,
que lo decoraban guirnaldas de colores
y que las paredes amarillentas olían a casa.
Desde mi cuarto se escuchaba la televisión a todo volumen,
el traqueteo de los platos en la cocina
y los coches de la Avenida acelerando.
Recuerdo, también, que entrar en mi propio mundo estaba prohibido,
me era imposible,
lo compartía con ellas
y todo era hogar.
Hubo días que echaba de menos mi ciudad,
y ahora echo de menos el balcón por el que nos asomábamos.
Los sofás guardaban nuestro olor,
nuestras fiestas de pijama sobre el suelo,
las tazas de café.
Y ahora el blanco es inmaculado,
no está desgarrado ni antiguo.
Ya no es el recuerdo exacto,
ni el lugar correcto.
Pero si aun se puede ver el castillo desde la ventana de la cocina,
me sirve.
Me sirve.
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