Me parece un poco absurdo viajar por viajar. Querer cruzar fronteras simplemente por tachar el mapa. Hacer listas interminables de ciudades de las cuales ni siquiera te acuerdas.
Eso me pasó con Lituania. El día que llegué me inundé de los murales, del rio, del barrio de Užupis. Pasee por las callejuelas con personas importantes y cada vez que intento recordar aquel lugar, solo aparecen sus caras sonriendo. Las cervezas en el suelo, los kilómetros a pie y los cigarros en el césped. Dormimos todos en una misma habitación y aquello aun me hace feliz.
Luego fuimos a Letonia y Riga nos volcó todo su caos encima. Deseamos irnos corriendo y nos reímos todos juntos en una misma habitación. Nos enfadamos con el mundo y se nos olvidó disfrutar de los tres hermanos. Aun recuerdo las calles estrechas y el gato sobre el tejado, recuerdo también que no nos sorprendió aquel paisaje de colores pastel y estatuas blancas. A día de hoy pienso que aquella ciudad nos marcó algo feo en el alma. Pero me alegro cada vez que lo recordamos con cariño.
Nuestra última parada fue Estonia. Cayó el cielo entero sobre nuestra cabeza. La ciudad me recordó a los pueblecitos de Andalucía. Era el pico de nuestro viaje, el culmen. Y fuimos felices. Nos encerramos en la inmensa habitación y no paramos de cantar y bailar. Recuerdo que bebimos mientras celebrábamos las Cruces de Mayo que nos estábamos perdiendo desde allí. Y que fue lo más bonito que me pasó.
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