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1 de junio de 2021

un cañonazo

En invierno, Budapest es gris. Cuando fui me dio rabia no sentirlo al completo. La nieve caía el primer día y el frio se me colaba en los huesos, haciéndome tiritar. Recuerdo que me impresionaron las vistas de la ciudad desde la Citadella, se podía ver el vaho ascendiendo al cielo, el gris de los arboles pinchando los copos de nieve. Bufandas y bufandas. Barcos que dejaban estelas azules en el Danubio. 
Bajo las luces, todo aquello se convierte en un amasijo de luciérnagas que bailan por entre los coches que no paran de hacer ruido. Pero en pleno atardecer todo mejora, los grises se calientan y pasan a naranjas si tienes un café en la mano.
No me gustó aquel lugar. 
Era bonito. 
Es bonito. 
No conseguí conectar con la ciudad 
ni con las ruinas de los bares 
ni con las termas que me quemaban los pies al entrar. 
Me sentí incomoda entre tanta grandeza. 
A día de hoy sigo obligándome a sentirla preciosa,
convenciéndome de que los recuerdos son borrosos 
y que la imagen que tengo en la cabeza está desfasada.


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