Le miré casi a escondidas aquel día, antes de doblar la esquina de la hoja de papel con la que están hechas las calles en esa ciudad. Cuando llueve, aun puedo ver su silueta al despedirse con los ojos. Tenía la cabeza gacha y las ganas por los cielos. Era una tristeza tan grande que su honda me rozó la punta de la nariz. Di un paso hacia delante y caí al fondo del precipicio que nos separaba esa tarde en la que me dio los buenos adioses. Los más cortos de la historia.
Cuando hace sol, entorno los labios y camino a ciegas por los bordes de su cama. Antes de caer, le rezo a la religión de mis dedos sobre su pelo y puedo morir tranquilamente. Y resucito todos los días al abrir la ventana y respirar todo lo bueno que, aun, me quiere ofrecer aunque no lo sepa ni él.
Cuando hace frío, lloro y vuelvo a la esquina para desdoblarla y romperme los huesos en la huida, al darme cuenta de que vino alguien más que, incluso, le dibujó corazones y sonrisas.
Como la suya, ahora mismo.
Aunque no sea yo la causante.
1 comentario:
Cada lectura
Una sonrisa
Cada sonrisa
Un regalo
Cada regalo
Un gozo
Cada gozo
Un libro
El de Eva
El esperado
Genial su forma de despertar sonrisas
Felicidades.
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