¿No os pasa que hay veces que vais a un lugar y sentís que lo queréis agarrar y aferraros a él?
Estocolmo se quedó en mi cabeza y aun no hay manera de que se vaya. Va dando volteretas por mi cerebro y me cubre la piel de los dedos. Siento que quiero coronarme allí.
Cuando conocimos al guía de la ciudad me salió del alma decirle: "Dentro de treinta años voy a volver a este mismo edificio." Se rio, como para no. Cualquier loco sabe que eso sería imposible, contando con las intenciones con las que hice yo ese comentario.
Luego me asomé al mirador y aspiré el frio de la nieve y del rio. Dejé que todo resquicio de hielo se colase en mis pulmones, inundando así los últimos huecos que le quedaban. Sentí que aquel era mi sitio, que lo iba a ser.
No me importó el frio. No me importó lo angosto de aquella calle. Tampoco me molestó saber que mis intenciones serían frustradas. Lo único en lo que me fijé fue que el cielo me parecía más bonito mirándolo desde allí. Y que los inviernos me iban a gustar por más que cien témpanos me atraparan.
Quiero volver, sí. Dentro de veintiocho años.
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