Cuando fui a Jerusalén sentí que algo en mi crecía. Que los marrones se convertían en mi casa y que perderme era la forma correcta de encontrarme. Ahora me siento reemplazable cuando pienso en el mirador del Monte de los Olivos. Me sentí tan insignificante que temí precipitarme por el vacío.
Estuve cerca de mi misma y comprendí que estaría sola toda mi vida. No como os pensáis, la compañía me hace feliz. Es el sentirme pequeñita lo que me inundó de soledad.
Estuve cerca de mi misma y comprendí que estaría sola toda mi vida. No como os pensáis, la compañía me hace feliz. Es el sentirme pequeñita lo que me inundó de soledad.
Cuando pienso en las cuestas y en las escaleras, recuerdo el esfuerzo que supuso no echarme a llorar en medio de un Padre Nuestro. Tuve miedo de perderme y si me preguntas si volvería te diría que iría una y mil veces. Para reemplazar los sentimientos por cosas más bonitas.
En ese viaje sentí la imperiosa necesidad de declararme a mi misma, cometí el error de no hacerlo y ahora siento que si no vuelvo puede ser que me olvide de mi.
A día de hoy aun puedo notar el calor del sol sobre la coronilla, el agua salada cubriéndome entera y el sentimiento de no pesar nada. Sentir eso me dio la certeza de que mis problemas no eran importantes, y que solo volviendo podía deshacerme de ellos.
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